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Textos y reportajes
  • JRA Barrial Iztapalapa-Tlahuac impulsó el primer Tianguis de Trueque e Intercambio Bicicletero
  • Desesperanza y esperanza. John Holloway.
  • Estado-esfínter, crisis, sobreacumulación, fascismo y gente común. Julio Broca.
  • Cherán: autodefensa y autodeterminación, el tránsito a la autonomía
  • La crisis de la hegemonía en Oaxaca: el conflicto político de 2006/Joel Ortega
  • Tesis en torno a la autonomía de los pueblos indios. Gilberto López y Rivas
  • Policía Comunitaria de Guerrero, investigación y autonomía. Giovanna Gasparello
  • Grecia: entre la rabia y la resistencia. Elpida Niku
  • ¿crisis terminal del capitalismo? Leonardo Boff
  • las revoluciones de la gente común. Raúl Zibechi.
  • Esta es la lucha del Consejo autónomo regional de la zona costa de Chiapas
  • pensar la emancipación: democracia directa, autoregulación social y gestión colectiva de los bienes comúnes. César Enrique Pineda
  • Luchas socioambientales en México: anticapitalismo en defensa de la tierra, el territorio y los bienes naturales. MIna Navarro y César E. Pineda
  • Conoce las razones de los opositores a la línea 12 del metro. Frente de Pueblos del Anáhuac, JRA, Arquitect@z
  • Autonomía urbana: la lucha del Frente Popular Francisco Villa Independiente. Waldo Lao y Anna Flavia.

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PostHeaderIcon las revoluciones de la gente común. Raúl Zibechi.

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General

Las revoluciones de la gente común

Raúl Zibechi

En los más diversos rincones del planeta la gente común está saliendo a las calles, ocupando plazas, encontrándose con otras gentes comunes a las que no conocían pero que inmediatamente reconocen. No esperaron a ser convocados, acudieron por la necesidad de descubrirse. No calculan las consecuencias de sus actos, actúan con base en lo que sienten, desean y sueñan. Estamos ante verdaderas revoluciones, cambios profundos que no dejan nada en su lugar, aunque los de arriba crean que todo seguirá igual cuando las plazas y las calles recuperen, por un tiempo, ese silencio de plomo al que denominan normalidad.

No encuentro mejor forma de explicar lo que está sucediendo que traer un memorable texto de Giovanni Arrighi, Terence Hopkins e Immanuel Wallerstein, 1968: el gran ensayo, capítulo del libro Movimientos antisistémicos (Akal, Madrid, 1999). Ese texto denso, inspirado en la mirada larga y profunda de Braudel, se abre con una afirmación insólita: Tan sólo ha habido dos revoluciones mundiales. La primera se produjo en 1848. La segunda en 1968. Ambas constituyeron un fracaso histórico. Ambas transformaron el mundo.

A renglón seguido los tres maestros del sistema-mundo exponen que el hecho de que ambas revoluciones no estuvieron planeadas y que fueran espontáneas en el sentido profundo del término explica tanto el fracaso como su capacidad de cambiar el mundo. Dicen más: que 1848 y 1968 son fechas más importantes que 1789 y 1917, en referencia a las revoluciones francesa y rusa. Éstas fueron superadas por aquéllas.

El concepto heredado y hegemónico aún de revolución debe ser revisado, y lo está siendo en los hechos. Frente a una idea de revolución centrada exclusivamente en la conquista del poder estatal, aparece otra más compleja pero sobre todo más integral, que no excluye la estrategia estatal pero que la supera y desborda. En todo caso, la cuestión de conquistar el timón estatal es un recodo en un camino mucho más largo que busca algo que no puede hacerse desde las instituciones estatales: crear un mundo nuevo.

Para crear un mundo nuevo, lo que menos sirve es la política tradicional, anclada en la figura de la representación que consiste en suplantar sujetos colectivos por profesionales de la administración, y del engaño. Por el contrario, el mundo nuevo y diferente al actual supone ensayar y experimentar relaciones sociales horizontales, en espacios autocontrolados y autónomos, soberanos, donde nadie impone y manda el colectivo.

La frase clave de la cita es espontáneas en el sentido profundo. ¿Cómo interpretar esa afirmación? En este punto hay que aceptar que no hay una racionalidad, instrumental y estadocéntrica, sino que cada sujeto tiene su racionalidad, y que todos y todas podemos ser sujetos cuando decimos Ya basta. Se trata, entonces, de comprender las racionalidades otras, cuestión que sólo puede hacerse desde adentro y en movimiento, a partir de la lógica inmanente que develan los actos colectivos de los sujetos del abajo. Eso indica que no se trata de interpretar sino de participar.

Por encima de las diversas coyunturas en que surgieron, los movimientos de la plaza Tahrir en El Cairo y de la Puerta del Sol en Madrid forman parte de la misma genealogía del que se vayan todos de la revuelta argentina de 2001, de la guerra del agua de Cochabamba en 2000, de las dos guerras del gas bolivianas en 2003 y 2005 y de la comuna de Oaxaca de 2006, por mencionar sólo los casos urbanos. Lo común son básicamente dos hechos: poner un freno a los de arriba y hacerlo abriendo espacios de democracia directa y participación colectiva sin representantes.

Esa estrategia con dos fases, rechazo y creación, desborda la cultura política tradicional y hegemónica en las izquierdas y el movimiento sindical, que sólo contemplan parcialmente la primera: las manifestaciones autocontroladas, con objetivos precisos y acotados. Esa cultura política ha mostrado sus límites, incluso como rechazo a lo existente porque al no desbordar los cauces institucionales es incapaz de frenar a los de arriba y se limita, solamente, a preparar el terreno para el relevo de los equipos gobernantes sin cambio de política. Esa cultura política ha sido hábil para desplazar a las derechas y ha fracasado a la hora de cambiar el mundo.

Las revoluciones en marcha son estuarios donde desembocan y confluyen ríos y arroyos de rebeldías que recorrieron largos caminos, algunos de los cuales beben en las aguas de 1968 pero las superan en profundidad y densidad. Rebeldías que vienen de muy lejos, montaña arriba, para confluir de modo imperceptible y capilar con otros cauces, a veces minúsculos, para un buen día mezclar sus aguas en un torrente donde ya nadie se pregunta de dónde viene, qué colores y señas de identidad arrastra.

Estas revoluciones son el momento visible, importante pero no fundante, de un largo camino subterráneo. Por eso la imagen del topo es tan adecuada: un buen día pega un salto y se muestra, pero antes ha hecho un largo recorrido bajo tierra. Sin ese recorrido no podría nunca ver la luz del día. Ese largo andar son las cientos de pequeñas iniciativas que nacieron como espacios de resistencia, pequeños laboratorios (como los que existieron desde finales de los años 90 en Lavapiés, Madrid) donde se vive como se quiere vivir y no como ellos quieren que vivamos.

Quiero decir que los grandes hechos son precedidos y preparados, y ensayados como señala James Scott, por prácticas colectivas que suceden lejos de la atención de los medios y de los políticos profesionales. Allí donde los practicantes se sienten seguros y protegidos por sus pares. Ahora que esas miles de microexperiencias han confluido en estas correntadas de vida, es momento de celebrar y sonreír, a pesar de las inevitables represiones. Sobre todo, no olvidar, cuando vuelvan los años de plomo, que son esas trabajosas y solitarias experiencias, aisladas y a menudo fracasadas, las que pavimentan los jornadas luminosas. Unas con otras cambian el mundo.

Las revoluciones contra las vanguardias

Raúl Zibechi

Las potentes movilizaciones que atraviesan el mundo están desbordando tanto democracias como dictaduras, regímenes nacidos de elecciones y de golpes de Estado, gobiernos del primer y del tercer mundo. No sólo eso. Desbordan los muros de contención de los partidos socialdemócratas y de izquierda, en sus más diversas variantes. Desbordan también los saberes acumulados por las prácticas emancipatorias en más de un siglo, por lo menos desde la Comuna de París.

Naturalmente, esto produce desconcierto y desconfianza entre las viejas guardias revolucionarias, que reclaman organización más sólida, un programa con objetivos alcanzables y caminos para conseguirlos. En suma, una estrategia y una táctica que pavimenten la unidad de movimientos que estarían condenados al fracaso si persisten en su dispersión e improvisación actuales. Lo dicen a menudo personas que participan en los movimientos y quienes se felicitan de su existencia, pero que no aceptan que puedan marchar por sí mismos sin mediar intervenciones que establezcan cierta orientación y dirección.

Los movimientos en curso cuestionan de raíz la idea de vanguardia, de que es necesaria una organización de especialistas en pensar, planificar y dirigir al movimiento. Esta idea nació, como nos enseña Georges Haupt en La Comuna como símbolo y como ejemplo (Siglo XXI, 1986), con el fracaso de la Comuna. La lectura que hizo una parte sustancial del campo revolucionario fue que la experiencia parisina fracasó por la inexistencia de una dirección: Fue la falta de centralización y de autoridad lo que costó la vida a la Comuna de París, dijo Engels a Bakunin. Lo que en aquel momento era acertado.

Haupt sostiene que del fracaso de la Comuna surgen nuevos temas en el movimiento socialista: el partido y la toma del poder estatal. En la socialdemocracia alemana, el principal partido obrero de la época, se abre paso la idea de que la Comuna de 1871 era un modelo a rechazar, como escribió Bebel pocos años después. La siguiente oleada de revoluciones obreras, que tuvo su punto alto en la revolución rusa de 1917, estuvo marcada a fuego por una teoría de la revolución que había hecho de la organización jerárquica y de especialistas su eje y centro.

En el último medio siglo han sucedido dos nuevas oleadas de los de abajo: las revoluciones de 1968 y las actuales, que probablemente tengan su punto de arranque en los movimientos latinoamericanos contra el neoliberalismo de la década de 1990. En este medio siglo han sucedido, insertos en ambas oleadas, algunos hechos que modifican de raíz aquellos principios: el fracaso del socialismo soviético, la descolonización del tercer mundo y, sobre todo, las revueltas de las mujeres, de los jóvenes y de los obreros. Los tres procesos son tan recientes que muchas veces no reparamos en la profundidad de los cambios que encarnan.

Las mujeres hicieron entrar en crisis el patriarcado, lo que no quiere decir que haya desaparecido, agrietando uno de los núcleos de la dominación. Los jóvenes han desbordado la cultura autoritaria. Los obreros, y las obreras, desarticularon el fordismo. Es evidente que los tres movimientos pertenecen a un mismo proceso que podemos resumir en crisis de la autoridad: del macho, del jerarca y del capataz. En su lugar se instaló un gran desorden que fuerza a los dominadores a encontrar nuevas formas para disciplinar a los de abajo, para imponer un orden cada vez más efímero y menos legítimo, ya que a menudo es simple violencia: machista, estatal, desde arriba.

En paralelo, los de abajo se han apropiado de saberes que antes les eran negados, desde el dominio de la escritura hasta las modernas tecnologías de la comunicación. Lo más importante, empero, es que aprendieron dos hechos enlazados: cómo actúa la dominación y cómo hacer para desarticularla o, cuando menos, neutralizarla. Un siglo atrás eran una exigua minoría los obreros que dominaban tales artes. Las rebeliones, como la que comandó la Comuna, eran fruto de brechas que otros abrían en los muros de dominación. Ahora los de abajo aprendimos a abrir grietas por nosotros mismos, sin depender de la sacrosanta coyuntura revolucionaria, cuyo conocimiento era obra de especialistas que dominaban ciertos saberes abstractos.

En algunas regiones del mundo pobre se produjo la recuperación de saberes ancestrales de los de abajo que habían sido aplastados por el progreso y la modernidad. En este proceso los pueblos indios juegan un papel decisivo, al darle nueva vida a un conjunto de saberes vinculados a la curación, el aprendizaje, la relación con el entorno y también la defensa de las comunidades, o sea la guerra. Ahí están los zapatistas, pero también las comunidades de Bagua, en la selva peruana, y un sinfín de experiencias que muestran que aquellos saberes son válidos para estas resistencias.

Este conjunto de aprendizajes y nuevas capacidades adquiridas en la resistencia ha tornado inservible y poco operativa la existencia de vanguardias, esos grupos que tienen vocación de mandar porque creen saber lo que es mejor para los demás. Ahora, pueblos enteros saben cómo conducirse a sí mismos, con base en el mandar obedeciendo, pero también inspirados por otros principios que hemos podido escuchar y practicar estos años: caminar al paso del más lento, entre todos lo sabemos todo y preguntando caminamos.

Lo anterior no quiere decir que ya no sea necesario organizarnos en colectivos militantes. Sin este tipo de organizaciones y grupos, integrados por activistas o como quiera llamarse a las personas que dedicamos nuestras mejores energías a cambiar el mundo, ese cambio no llegaría jamás, porque no cae nunca del cielo, ni es regalo de caudillos y estadistas esclarecidos. Las revoluciones que estamos viviendo son fruto de esas múltiples energías. Las detonamos entre muchos y muchas. Pero una vez puestas en marcha, la pretensión de dirigirlas a puro mando suele producir resultados opuestos a los deseados.

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